Cuando los márgenes de la fotografía eran el motivo central

30 de novimebre de 05


Antes de que la estética soviética llene los dos pasillos y medio que son la sala de exposiciones de san Benito, la mirada indiscreta de Joan Colom ocupa las paredes del museo. Hasta el 11 de diciembre.

Colom es un hombre que amasó las clases populares, la fiambrera, la sífilis y el grisú con el rodillo de sus carretes en blanco y negro, a juego con el paisaje. Ahora que se cumplen tres décadas desde que nos dejó el César Visionario, Colom enseña a través de esta selección de fotografias expuestas en Valladolid el franquismo en todo su esplendor: la autarquía, el gueto, las clases medias que siempre eran bajas, los rinconetes, los cortadillos, los diarios Arriba, las patas Abajo, las esquinas penumbrosas y las faldas ajustadas que apretaban carnes de ocasión.

Los cincuenta y los sesenta fueron una época de grandeza para España, en la que el sol no se ponía en el territorio porque nadie quería venir a un sitio donde ni siquiera se aceptaba a los propios. Éstos tenían que salir en calzoncillos a hacer las américas, las francias, las alemanias o las rusias. En otras palabras: un caldo de cultivo tecnócrata sin avecrenes ni guarnición; una sopa fría que no hacía acto de presencia en las cartas de los restaurantes democráticos. Luego, en el Pardo había un estanque de agua turbia en el que don Francisquito echaba barcos de pan a ver si se le reproducían –la reproducción, ese tema que se saltaba en colegios e institutos-. En esos barquitos él veía azores y soñaba arribar la plaza de Oriente con uno distinto cada día. Con yugos en la proa, flechas en la popa y replicantes de sí mismo en las escotillas. Curioso personajillo don Francisquito. Tenía nombre de protagonista de zarzuela. Don Francisquito, omnisciente él, como un narrador de novela; omnipotente, como un actor porno viagrado. Después de soñar azores, todo excitado, sacaba a los perros en busca de rojos por aquí y por allá y ordenaba incautar todo patrimonio sindical que no fuera verticaloide. Documentación que, precisamente, en estos días se está soltando como se sueltan las palomas. Y así se tiró el sol en este país sin salir durante unas cuantas décadas. Por eso no se ponía sobre sus dominios.

La exposición que tiene lugar en san Benito muestra aquel tiempo en el que, siendo península, parecíamos isla. El fotógrafo, Premio Nacional de la cosa, se pertrechaba de una máquina bajo la axila, bajaba a la calle y, a hurtadillas, sin mirar por el visor, iba robando pedazos de realidad víctima de los tiempos. De la realidad en la que, ya se sabe, media España ocupó la España entera, aquella que no salía en el Nodo retrasando las proyecciones del Cinema Lafuente o las del Lope de Vega, donde mis abuelos tenían reservada butaca para después de unos dados en el Molinero. Los otros iban al Arriaga de Bilbao o al Capitol en Elgoibar, pero no por lindar con esa imagen de la libertad que es el mar éstos estaban libres de Matías Prats Cañete.

Él -vuelvo a Colom- confiesa que no pretendía llegar a mayores. Pero llegaba. Se dio cuenta una mañana mientras tomaba el desayuno ya casi en los ochenta. “Yo no sabía que estaba haciendo fotografía social en aquel momento. Yo sólo hacía fotografía y buscaba imágenes que me emocionaran. A veces he empleado ese término para definir mi trabajo, pero para mí quiere decir simplemente que no hago paisajes o bodegones. Yo hago la calle. Con mis fotografías yo busco ser una especie de notario de una época”. Hacía la calle, como un periodista o como algunas de las actrices de sus retratos sin óleo ni pincel; como los niños harapientos de quienes trazaba biografías urgentes manchadas de cuarto oscuro y líquido revelador.

No es España vista desde la barrera, sino desde la arena. Hoy vas con esa técnica furtiva por la vida y la castañera te pide derechos de imagen. Sin embargo, la administración y la cosa privada hacen siembra de cámaras. Pasas por el centro de la ciudad y, sin haberte consultado, te dejan registrado en decenas de almanaques de cotidianidad. Es por nuestro bien, claro. Y para motivar nuestra bondad y porque sintamos esa emoción tan útil para el poder que es el miedo. La seguridad tiene su precio y se cobra en doblones. Lo curioso es que también nos graba el pensamiento que se regocija en la libertad -¿por qué dicen libertad cuando quieren decir ‘liberal’?- Esos ojos de buey que nos observan desde las esquinas y en los escaparates no se aprecian a primera vista, como las antenas camaleón de telefonía móvil. Pero haberlos haylos.
Existen otros tipos de fotografía. Los escritores detectives, por ejemplo, disparan discretamente.

A discreción con discreción. Se quedan con lo sustancial y luego hacen costumbrismo. Algunos hacen álbumes mentales para ver si les inspiran el párrafo de una novela. Pero hay cosas que si se ven perseguidas, salen huyendo. Es más productiva una mirada perdida que engendre ocho más. Las miradas perdidas, los infinitos transgredidos, son tiempo ganado. De hecho, deberíamos aprender a perder el tiempo con estilo. Máxime en esta agencia de publicidad que son nuestras vidas, tan llenas de prisa. Javier Marías dice algo así como que se dedica a perder el tiempo en cuanto puede. Uno entiende que debe de ser una de sus aficiones preferidas junto a las traducciones de Faulkner. Ser diestro en el arte de perder el tiempo no es ninguna tontería al alcance de cualquiera.

El reloj es una guillotina que cuenta el tiempo que nos queda. El segundero, un hacha afilada a punto de caer sobre los cuellos. Las horas son un verdugo que sólo saben contar hacia atrás, el tiempo que nos queda. Desatender el reloj, burlar el segundero, malgastar las horas son cosas tan serias y poco apreciadas como el fino humor. La gente ríe por desesperación, y en eso no consiste. Que se puede reír por no llorar, pero hay que hacerlo con elegancia, como proponía Brel –estar desesperado, pero con elegancia-.

Estoy seguro de que Colom perdía el tiempo con asiduidad, y eso que su sociedad en pañales no reclamaba tales voluntarismos. Esto lo convertía en una persona trabajadora, que sacaba partido a los días. En sus instantáneas, además de todo lo dicho, salen sietes en el pantalón y se perciben espacios “color ala de mosca poblado de guardias desdentados, trenes desolados, aulas con olor a orín escolástico, ventanillas mugrientas, fritangas de calamares y chorizos banderilleados por un mondadientes, sabañones que luego se convirtieron en anillos de oro de la especulación infinita y la paciencia infinita de las madres ibéricas que limpiaban los mocos a sus niños en la sala de espera de los hospitales” –Manuel Vicent-. Y culos. Muchos culos.