Santiago esquina La Habana

03 de octubre de 07

Durante veintipico días Ángel Marcos ha sido ‘nuestro hombre en La Habana’. En pleno centro de la capital, en mitad de la calle Santiago, en la sala de exposiciones de Las Francesas, pudimos contemplar una muestra fotográfica sobre La Habana más descarnada, aquella que se resquebraja con el paso de los meses.

Las islas son el sitio donde se construyen, desde Tomás Moro o antes, todas las utopías. A pesar de ello, la sociedad política occidental las contempla como mazacotes de realidad urbanizable y, en segundo término, como lugar de vacación exótica para mentes lagartas que sólo buscan tostarse al sol con pulseras de hotel colgando de la muñeca. La sociedad televisiva –tan aposentada en la idiocia- es más práctica todavía: lo da todo hecho: no oferta en ellas ningún placer: sitúa a concursantes para que ‘disfruten’ por el telespectador. La televisión es un gran aparato digestivo que da las cosas trituradas. Por eso gusta de situar a famosos con el objeto de que jueguen al buen o al mal salvaje: los concursos de telerrealidad son el apaga-ansiedades de los mortales satisfechos.

Pero en las islas como dios manda nadie tiene los pies en el suelo, sino en el mar, que para eso sobra. Y el día a día es aventurero. De hecho, encargan bodegones de pimienta para mezclarla con la sal. En estas ciudades marinas nada decepciona más que la realidad. Y se defienden mirando hacia otro lado.

El cubano medio sabe bien que un sueño que se cumple no es un sueño, o bien es un fondo de inversión. Y persevera en el intento. Lo malo son los niños de papá, que haberlos haylos, seducidos por el cuento de la lechera yanqui. El resto, bien avenido con la Revolución, ejemplifica cómo la característica inefable de los deseos es su radical imposibilidad. Y ahí están los utópicos, de vuelta de la caña de maíz, como en un poema de Gil de Biedma, dando la razón a Machado: se hace camino al andar. La cosa es que llevan casi cincuenta años caminando y alguna vez quisieran una tregua, un descanso. Pero la cosa de la coherencia y el imperativo categórico son así: al echar la vista atrás se ven los logros de hormiguita que siempre se han de volver a pisar. En Estados Unidos, por el contrario, hay mucho zángano. En los States, un ejecutivo aparece muerto con una bolsa de la compra en la cabeza y los pantalones bajados. La sofisticación, cuando llega a los límites, se reinventa. En Cuba, que también se reinventan, les gustaría ser excéntricos por un día, cierto, pero la costumbre y la rutina también ayudan a vivir. A Castro lo que es de Castro: sus logros están fuera de toda duda objetiva, incluso en los siglos veintiunos.

En Occidente se construye sin cimientos porque estamos saliendo siempre de comprarnos unos pantalones y, así, no se puede tener la cabeza en lo que importa. La rusticidad cubana llega hasta a los andamios, que son de madera. La gente está a una distancia entrañable del mundo. A lo suyo. A lo que –les- importa -que es todo y nada al mismo tiempo-.

La utopía es una ventana abierta a un patio de luces; los miradores balaustrados son estancias capitalistas: por ciento ochenta grados que tengan, jamás llegarán a conquistar el horizonte. Por eso, quienes quieren cambiar el rumbo desviado y constante -como un número periódico- de las cosas, son ombliguistas a su pesar: las revoluciones son de dentro hacia dentro. Para colonizar con la cosa del bien están las oenegés –limpias en su mayoría- y el ejército de Estados Unidos. En mitad de este paisaje, Cuba vive amurallada para no servir de heliopuerto lupanar de rica miel al gringo, como cuando Batista. Y para justificarse e insuflar ánimos poblacionales, usa el dibujo, la pluma y la pancarta. Todo mensaje publicitario es manipulador porque sí. El propio y el ajeno. El de aquí y el de allá.

Estamos rodeados de publicidad, mercadotecnia, responsabilidad social corporativa y gaitas escocesas. El mundo es un enorme castillo rodeado por un foso con cocodrilos. Cuba, a su modo, intenta erigir puentes levadizos. Y en esta tarea radica su imposible publicidad. Porque uno puede mostrar con orgullo la opulencia, el pastel de cumpleaños de Miami, pero cuesta vender la austera castidad –a menos que usted sea más kantiano que Kant-. Y los reptiles están de moda, ponga uno en su vida.

En una sociedad de mercado, dominada, digo, por la publicidad y los bolsos de marca, la seducción efectiva de los eslóganes es el marchamo de calidad. Los de Cuba están influidos por el arte del cómic y el retrato. Sus cartelones, por su colorido festivo y, a veces, ingenuidad, remiten más a Toulouse Lautrec que a las Potencias del Eje.

Todos somos hijos del uso que de la propaganda se hizo en la Segunda Guerra Mundial. Cuando la contienda acabó, los directivos de las empresas hicieron cursos acelerados en Goebles. No hay mayor uso de la frase con efecto que el que se da en las sociedades opíparas, donde el mercado se disputa a cada consumidor. En La Habana sigue sin haber consumidores: todavía hay ciudadanos, una especie en extinción pertinaz que se inventó en el mundo clásico. La ideología es una antigualla. Lo que nos mola es el titular, la frase con efecto y la sociedad de clases. ¿Quién aguantaría ahora la soflama teórica, razonada y pausada, aunque encendida, de Lenin?

Leyendo el programa de la exposición –con doce faltas de ortografía por centímetro cuadrado- uno se da cuenta de que este trabajo es la continuación de otro realizado sobre Manhattan. Una y otra, iconografías urbanas que persiguen lo emocional. “Marcos sustituye la neutralidad del inventario frontal taxonómico por un inventario poético y político”, dice Jean-Luc Monterosso. Y la Cuba petrificada en la Historia, ¿de quién es responsabilidad? Aquí, el tío Jean-Luc saca lenguaje administrativo y correctamente dispensa: “De América –en realidad, este señor quiere decir ‘Estados Unidos’- pronta a defender sus intereses económicos o de un régimen que no ha sabido dar rostro humano a un socialismo necesario”. Vamos a ver, si algo sobra es rostro humano, lo que han faltado son gestores económicos, pero es que la economía, hasta que se demuestre lo contrario, anda reñida con la humanidad. La Cuba petrificada es producto del deseo de los cubanos. De su utopía insular.

Todo es propaganda, repito, pero si abrimos la habitación de los espejos, salta la liebre. Estados Unidos o Cuba, ¿quién da más por menos? La relación calidad-precio entre la promesa de felicidad que incita al consumo y la vida austera superpoblada de prestaciones sociales son dos extremos a estudiar. Quizá, si no funciona mejor la segunda, sea por la competencia desleal del exterior.

Pero, cuál de los dos polos es más mundo ficticio. Aquí, en el mundo desarrollado, hay libertades con cargo al ciudadano y seguridad de 'blandiblú'; la razón de Estado es Dios y Dios es un comercial que te quiere vender un piso. En Cuba, la razón de Estado es el ideal que los sacó del analfabetismo y que, quizás ahora, vea necesaria una actualización para no seguir viviendo de las rentas y dejar de aguantar a los plastas de las economías mixtas –que, al cabo, acaban debiéndose al capital- y a los integristas de los derechos humanos.

En La Habana, al igual que en su predecesora Nueva York –cada una a su modo-, lo imposible se encuentra al alcance de la mano. En La Habana, los índices de desarrollo están a la cabeza de los de los treinta y cinco países que comprenden el continente americano -saliendo del engañoso parámetro económico y centrándonos en la mortalidad infantil, la esperanza de vida, los médicos por habitante y otros etcétera familiares; no en peibés macroeconómicos-. Y esto es un gran dato. Un gran dato que no es un fin: es un medio. Y es que en Cuba los medios justifican el fin. Los que piensen lo contrario, relean a Marx; el estadio avanzado, el capítulo final del desarrollo está por escribir.